Han pasado trece días desde el terremoto.
Los soldados te indican que puedes pasar; que ha sido autorizado tu ingreso a la zona cero.
Solo, sin acompañante alguno. Tienes prohibido hablar en voz alta y acelerar el pequeño auto, un Mirage del 79 que ronronea entre calles llenas de escombros. Avanzarás en ralentí por lo que quedó de la colonia Roma, cicatrices abiertas por doquier.
Hay aroma a muerte, a devastación. El polvo se te mete por los poros.
Eres parte de las brigadas de auxilio que desde hace varios días se concentran en lo que antes fue la Glorieta Miravalle y desde 1980 la Plaza de las Cibeles, lugar que se ha convertido en un punto de recolección de víveres, cuando lo primordial es salvar la vida de los heridos, rescatar a los muertos. Sobrevivir y ayudar.
Dentro de la zona delimitada por el Ejército Mexicano y a la que nadie puede entrar de acuerdo con los protocolos del Plan DN-III, hay dos grupos de vecinos que no han querido abandonar sus edificios, y, organizados, nadie los pudo sacar. Ni el miedo.